La conciencia, luz de todas las cosas

El tiempo lo toca casi todo, el cuerpo que conocemos hoy está cambiando continuamente, muriendo y naciendo a cada instante. La conciencia es lo que nunca nace ni muere, es aquello que no depende de nada y que sin embargo está en todo. No conviene confundir conciencia con mente y pensamiento, pues estaríamos habitando el territorio del lenguaje, de las diferenciaciones. Hablamos de una conciencia más allá (supraconciencia), ni grosera ni sutil, no hay conceptualización alguna que la abarque, llamémosla únicamente Eso.

Escribió el poeta Garcilaso de la Vega, concluyendo uno de sus más bellos sonetos: “Todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre”. Pues ya su costumbre es la mudanza, el tiempo, como dijimos al principio, que nos lleva de la infancia a la juventud, a la madurez, a experiencias de nosotros, en definitiva, que en ocasiones, aparentemente, nos muestran que aquello que fuimos dista radicalmente con aquello que somos ahora, al atravesarnos esa “edad ligera”, que en un abrir y cerrar de ojos hace del tiempo una experiencia contundente de impermanencia.

¿Cómo hablar de una conciencia no tocada por el tiempo ni por las circunstancias que lo acompañan, que no son sino agregados del ser que somos y que van componiendo nuestro ego? Todo ello conforma esa experiencia accidental de las cosas, que se torna en conocimiento, sabiduría, destreza, carácter, personalidad, individualidad, etc. Gaudapada desarrolla, en sus comentarios a la Mandukya Upanishad, ese cuarto estado (turiya) de no dependencia que va más allá y que a la vez comprende a otros tres sí dependientes: la vigilia, el sueño con ensueños y el sueño profundo sin ensueños. Dice así: “Turiya es conocido como la fuente omnipenetrante de todo lo que es”. En esta visión no-dual de la realidad, donde reconocemos una fuente totalizadora que sin embargo no puede conocerse conceptualmente sino por la propia experiencia de la presencia pura en ella, advertimos una verdad liberadora, que acaso podemos intuir con el limitado pensamiento, en la que nos damos cuenta de que es posible despojarse de todo lo que nos somete, de que es posible experimentar la libertad más pura sin ningún esfuerzo siquiera, pues ya está presente en nosotros, es, precisamente, aquello que somos lo que tenemos que presenciar. El presenciador es el presenciar.

Hay algo inefable en todo esto, una forma de estar presente que es plenitud auténtica, sin separaciones, sin grados. Pues quien alcanza el grado último, ¿qué más puede alcanzar? ¿Quien ve claramente lo que es, qué otra cosa puede dejar por abarcar su mirada? Gaudapada llama a este tipo de yoga “Asparsha Yoga”, el yoga sin contacto. El yoga de lo inefable. ¿A qué otra cosa puede unirse el yoga, que es unión en sí, si no es a sí mismo? ¿A qué otra cosa podemos unirnos si no es a la unión misma? Dice Gaudapada: “El yoga intangible (Asparsha Yoga) es dificil de alcanzar por todos los yoguis. Los yoguis le temen. Sienten temor por aquello que es (realmente la esencia del) no-miedo”. Tememos quedar suspendidos en el vacío, pero el vacío, en sí mismo, se sostiene en su equilibrio. Esa es la llegada a la presencia pura de la conciencia.

En el romanticismo se usaba una palabra muy bella: lo sublime. Hemos de ver claramente lo que significaba esa palabra. Muchos la identificamos con una belleza máxima, indefinible. ¿Pero qué producía precisamente esa belleza? Estaba producida por lo grandioso, por ese temor al abismo de la noche y sus misterios, a aquello que desborda la razón y el sentimiento humano. Ese temor tan romántico -véase Poe, Bécquer, Maupassant- a los espíritus, a lo desconocido, en definitiva, al gran abismo de la vida: la muerte. Todo ello configuraba una sensación de encantamiento, de goce estético, irracional, pero vivamente experimentado. ¿A quién no se la han puesto alguna vez los pelos de punta al vivir una situación que le desborda? A todo eso se le llama “sublime”. Jean Paul Sartre, apuntó la gran metáfora del existencialismo, habló de que el vértigo que realmente acontecía al hombre que miraba bajo sus pies un precipicio era precisamente la posibilidad de tirarse. A eso se le llama responsabilidad y libertad existencial, existencialismo.

Pero ya hemos superado todo eso. La posibilidad real de la meditación ha de superar cualquier limitación existencial, puesto que el ser primero es y luego existe, en la meditación se aprende a ser, y al realizar ese aprendizaje comprendemos que existimos por el solo hecho de ser, los límites se traspasan, la conciencia se asoma a la gran fuente de la Conciencia, a lo eterno, que no está más allá sino muy aquí, en el segundo sin segundo de pura presencia. Patanjali termina el primer capítulo de sus Yoga Sutras, donde se habla del samadhi, refiriéndose al gran estado de “interiorización completa sin semilla” (nirvija samadhi), donde toda impresión latente surgida del conocimiento intuitivo (prajna) es también borrada, purificada, y surge así la gran experiencia totalmente no nacida.

Suspendámonos pues en ese yoga inefable sin miedo a caernos. Las muletas sirven para ayudarnos a andar cuando no podemos hacerlo correctamente, pero hay que tener cuidado y no quedarnos siempre con el apoyo artificial, con la excusa de no estar todavía preparados. Seamos como el niño que toma la bicicleta por primera vez, algo asustado por si se cae, pero sin parar de pedalear, consciente de esa estabilidad necesaria que surge espontáneamente al iniciar su pedaleo. ¿Puede haber libertad mayor que esa? Una vez tomado el control sólo hay que dejarse llevar por el equilibrio natural de las cosas. Ser espontáneo también significa saber danzar con lo aprendido, con la técnica. Sentir que lo aprendido siempre ha estado con nosotros, que el paso siguiente que demos surge del paso anterior; y fluye y renace y se transforma en un nuevo y ligero acontecer.

“La experiencia misma de que usted existe es turiya”, dijo Nisargadatta. Ese estado de puro ser en la conciencia, en ti mismo, es lo que te hace proseguir tu camino con la certeza de que paso a paso hallas tu destino. ¿Acaso no es ya bella por sí misma, autosuficiente, la experiencia directa de descubrir al ser en la existencia? Sin duda que sí. La experiencia interior (la soledad o aislamiento trascendental necesario en la meditación) ha de entenderse sencillamente como una no dependencia de los objetos externos, pero ello no impide que abramos los ojos a todo lo que el dharma, el fenómeno continuo de la verdad del ser, nos presenta. Cuando el foco está bien dispuesto, bien estabilizado, deviene la conciencia justa, bien discernida, de lo enfocado. Escribió Sor Juana Inés de la Cruz en su “Primero Sueño”: “Ilustraba del Sol madeja hermosa, que con luz judiciosa de orden distributivo, repartiendo a las cosas visibles sus colores iba, y restituyendo entera a los sentidos exteriores su operación, quedando a luz más cierta el mundo iluminado y yo despierta”. Despertemos pues a la luz del mundo, con el solo acto de contemplarla, de contemplar el orden de todas las cosas, en la luz de todo, en la luz nuestra, que es, no hay duda, luz de todas las cosas.


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