Sin tiempo ni dualidad
Comprender la eternidad es tan sencillo como no decir: ayer, hoy ni
mañana. Consiste en no temporalizar, en no poner límites a lo que de por sí es
ilimitado. ¿Acaso tiene tiempo el silencio? ¿Quién puede decir -en el silencio-
que este silencio ha durado cuatro segundos? En el momento de decirse ya no hay
el silencio, lo natural, quedando sustituido por un contenido mental ficticio
creador del tiempo: de una representación de la realidad subjetiva, en
paralelo, que pretende seguir lo que en realidad no tiene una continuidad
lineal. Por ello, ese viaje en paralelo a través de la dimensión del tiempo no
puede hallar la eternidad representándola en su peculiar dimensión limitada.
Sólo queda olvidarlo todo, sacudirnos todos los conceptos mentales, todas la
líneas paralelas y duales, para entrar al silencio sin tratar de contar los
segundos que callamos.
Todo el conflicto puede plantearse como un estar cambiando de estación
todo el tiempo, pero sin nunca coger el tren en el momento adecuado. Es decir,
todo ese esfuerzo supone perder siempre el tren; o, digámoslo de forma más
precisa y veraz: no hay ningún tren que coger y por tanto, ninguna estación a
la que dirigirse. ¿Puede comprender eso la mente? Sería una buena pregunta.
¿Puede comprender eso el silencio? Parece que esta última pregunta resulta
innecesaria pues carece de todo fundamento. No para la mente, pero sí para el
silencio. ¿Estamos ante una dualidad (mente/no-mente) o ante un trayecto de
inevitable conciliación? En la no-dualidad no hay siquiera conciliación, pues
significa el matrimonio perpetuo de los opuestos. Los opuestos nunca han sido
opuestos en realidad, pues carecen de nada a qué oponerse: el amor los mantiene
unificados y en armonía al no verse contrarios, sino completos. El amor es el
silencio que habla o que calla sin referirlo al tiempo, ni a la mente, ni a
nada distinto a lo que es en realidad: amor completo sin objeto.
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